jueves, 18 de octubre de 2007

Meditación sobre el Padre Nuestro

Lo que pedimos cuando rezamos esta oración

2. Segunda parte

En la tierra como en el cielo
Danos hoy nuestro pan de cada día
Perdona nuestras ofensas
No nos dejes caer en la tentación
Y líbranos del mal


En la tierra como en el cielo
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En el cielo ya no hay desobediencia, ni murmuración, ni tardanza, ni vacilación en el cumplimiento de la voluntad divina. Allí todos quieren sólo lo que Dios quiere, y lo quieren con amor puro. El perfecto cumplimiento de la divina voluntad es la bienaventuranza de todos los bienaventurados. Ojalá también nosotros en la tierra no trabajáramos por ningún otro ideal que el cumplir, como los ángeles y santos del cielo, la voluntad de Dios, en lo grande como en lo pequeño con toda perfección asequible con el auxilio de la divina gracia.

El fiat (hágase en mí según tu palabra) de la Madre de Dios dio la señal para que se verifique el gran misterio de la Encarnación del Verbo Eterno con todas las bendiciones que de ahí vinieron sobre los hombres.

Otro fiat de la boca del Divino Salvador en el jardín de Getsemaní significaba la aceptación del cáliz de la Pasión para el ofrecimiento del sacrificio cruento, por el cual el Cordero de Dios quitó los pecados del mundo y nos abrió el cielo.

En la misma línea está ahora el fiat que el divino Maestro pone en nuestra boca en el Padre nuestro, y que diariamente sube de nuestros labios a las alturas del cielo.

Digamos, pues, este nuestro fiat con el mismo espíritu y con la misma generosidad con que El y su santísima Madre pronunciaron el suyo.

Hasta aquí, el devoto que ora, piensa más en el Padre celestial que en sí mismo. El defiende más los intereses de Dios que lo suyos propios. Es evidente que con ello procura, a la vez, en realidad, su propia felicidad. En estas tres primeras peticiones está el centro de gravedad del Padre nuestro; y cuanto más ellas llenan nuestra alma, tanto más fuerza tendrán ante Dios las siguientes peticiones, en las que recomendamos a la bondad divina nuestros propios asuntos y aspiraciones diciendo implícitamente: Por la gloria de tu santo nombre, danos, oh Padre, el pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación y líbranos de todo mal.



Danos hoy nuestro pan de cada día
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Bajo el concepto de "pan de cada día" que pedimos para todo el género humano, entendemos en primer término todos los bienes materiales y espirituales que el hombre necesita para la vida terrenal y existencia digna a su naturaleza. Llama nuestra atención que, cuando las peticiones anteriores, abrazan el cielo, la tierra y la eternidad, ésta se concreta al día que pasa y al pan que necesitamos.

Esta petición debe ser condicional, esto es, unida a la anterior a la que pedimos que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas. Así pedimos aquí que nos dé el pan de cada día, si así es su santa voluntad.

Incondicional debe ser esta petición sólo cuando la referimos al pan de la divina gracia que diariamente necesitamos, o al pan de la Hostia divina. El recuerdo del Santísimo Sacramento es el pensamiento más hermoso y tierno que la palabra "pan" puede sugerirnos.

Que siempre aumente el número de los fieles que reciben diariamente este pan celestial y que con ellos se multiplique el número de aquellos en que Cristo vive y reina y que viven en Cristo; esto significaría el más perfecto cumplimiento de esa petición, la solución de la atormentadora cuestión por el pan cotidiano que tanto interesa a los hombres.

Muy convenientemente se une a esta petición la Comunión espiritual, a la vez que el ruego por aquellos pobres, a quienes falta el pan del día. No en balde Cristo acentúa tanto en esta y en las siguientes peticiones el concepto de familia que prima en ellas, que se llega a pensar que, no se nos concedería ningún pedido personal, que no alcance a la vez a todos nuestros hermanos.



Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
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Esta petición intenta mantener vivo en nosotros el espíritu de penitencia.

El perdón de los pecados es la necesidad más urgente del caído género humano. No hay cosa que oprima tanto como una culpa no expiada. Ahora bien, el precio del perdón de toda la culpa del hombre lo pagó Cristo por medio de sus infinitos méritos, adquiridos por su vida, pasión y muerte. Pero la aplicación de estos méritos al alma exige su cooperación a la gracia. Esta cooperación no prestan, desgraciadamente, millares de almas. Para todas ellas pedimos nuevas y más abundantes gracias de perdón y conversión. En esto estriba el significado de esta petición. Al formularla no pensamos solamente en nuestra culpa personal, sino también en la de nuestra familia, de nuestros hermanos y allegados, de nuestro pueblo, patria y de todo el linaje humano. Este apostolado de la oración, esta petición por la conversión de los pecadores, disidentes, infieles y paganos, es una obra excelente de misericordia que cada cual puede hacer.

En todo ello hay que tener presente que Dios nuestro Señor es Padre bondadosísimo, inclinado por naturaleza a usar de misericordia donde quiera que note alguna buena voluntad en el hombre. No creamos algo de Dios que tendríamos reparo o vergüenza de creer de nuestro propio padre. Para nosotros pedimos la gracia de recibir siempre dignamente el Sacramento de la Penitencia y de no engañarnos acerca de la seriedad de nuestra contrición y sinceridad de nuestros propósitos, prometiendo a la vez cumplir con la condición expresada en las palabras que agregamos: "como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El perdón que Dios nos concede está en relación exacta con la conducta que nosotros observamos con nuestros prójimos (Mat. 7, 2). Un silencioso y sincero: "Perdona nuestras ofensas" por la salud de nuestro prójimo es la mejor contestación al rencor y la antipatía natural que se levanta en nuestro interior, y constituirá nuestro perdón y justificación ante el tribunal divino.



No nos dejes caer en la tentación
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En esta petición imploramos, nos preserve Dios de nuestros pecados, confesión que avergüenza nuestro orgullo. No podemos confiar en nosotros mismos. La historia de nuestra vida es en su mayor parte la historia de nuestras derrotas en las tentaciones. Sólo el que se teme a si mismo y confía en el auxilio de Dios, está seguro de no pecar. Al pedir que Dios no nos deje caer en las tentaciones, nos obligamos, a la vez, a evitar todas las ocasiones de pecado y emplear los medios necesarios para no pecar.

Adviértase aquí el plural "nos". Lo que cada cual pide para sí, lo implora igualmente para todos sus prójimos. ¡Con qué insistencia surgirá muchas veces de los corazones buenos y celosos de la salvación de las almas esta petición a favor de las que se hallan confiadas a su cuidado, especialmente para conservar la inocencia de la vida! ¡Cuán necesaria es tal oración, ante todo en la época actual en que toda la atmósfera se halla envenenada del olor pestífero de la tentación!



Y líbranos del mal
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Líbranos de todo lo que significa en realidad un mal. Luego, no de las cruces de la vida, puesto que ellas no son un verdadero mal, sino gracias divinas; pero sí, de las consecuencias del pecado, de la ceguera del espíritu y de la flojedad de la voluntad, de todo influjo del mal en cuanto nos separa de Dios y del cielo; ante todo para nosotros y para todos nuestros allegados, de la consecuencia más funesta del pecado y del mal más grande, que es la perdición eterna.

Oh Padre celestial, líbranos de la pena eterna del infierno. Defiende, Señor, a tu pueblo: límpiale, bondadoso, de todos los pecados: pues no le dañará ninguna adversidad mientras no le domine alguna maldad.

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